Me han mandado el mismo texto varias veces, dicen que es un monólogo que dijo Adela Micha, como muchos otros escritos que circulan como mail o que te puedes encontrar en algún blog y que le adjudican a algún personaje más o menos conocido, la verdad es que no creo que sea de su autoría, se le conoce como el Monólogo de la mujer moderna y considero inútil repetirlo en este espacio pues estoy segura lo habrán leído.
Sobra decir que estoy en total desacuerdo con semejante texto. Favor de no confundir, esto no quiere decir que sea yo un ejemplar del feminismo a ultranza. No, nadie en mi situación podría considerarlo así. Pero creo que todas esas ideas del estilo “tiempos pasados fueron mejores” en cualquier aspecto, no van conmigo.
Además de haber leído el texto que comento, en varias reuniones he escuchado la misma idea, con distintas variables, pero que en esencia implican lo mismo: las mujeres de hoy estamos mal, por culpa de las feministas ahora trabajamos y andamos en friega todo el día y los hombres nos tienen miedo. En el fondo quisiéramos vivir como en otro tiempo, era mejor la vida de mujeres hogareñas de antes… y bla, bla, bla…
Me apasiona la Historia, nada disfruto más que saber cómo era la vida en otro tiempo, en otras tierras, en épocas en las que no me tocó vivir y el cómo poco a poco las cosas se fueron transformando. Esto me sirve para poder decir que no, definitivamente no apoyo la tesis de que las mujeres de antes eran más felices que las de ahora, así nada más porque sí y tengo varias razones para sostener esto.
En primer lugar, y repito, no soy feminista a ultranza, creo que lo menos que podemos hacer las cómodas mujeres modernas es agradecer a quienes se la partieran porque gozáramos de tantos privilegios. No sólo hablo de las participantes activas de la lucha por la liberación femenina y sus logros, sino también por quienes han permanecido silenciosamente en algo que podría ser considerado “la resistencia”, quienes no se dejaron, quienes no permitieron que se les levantara una mano encima, quienes se atrevieron a salir a las calles a trabajar, quienes se atrevieron a denunciar algún abuso, quienes permitieron a sus maridos compartir la crianza de sus hijos, quienes se atreven a manifestar libremente sus preferencias y gustos aún cuando no las comparten con su pareja, quienes no tienen miedo a mostrarse débiles ¿Con qué cara les podemos salir nosotras, las privilegiadas, quienes gozamos de todos los resultados de las luchas peleadas por otras para decir que queremos volver a ser señoras “de las de antes”?
Esto no quiere decir que se haya ya alcanzado la equidad de género. Por supuesto que no, aún quedan muchas batallas por pelear, de esto ya he comentado antes y precisamente por eso considero que no es momento de bajar la guardia. Las cifras así lo indican, no es momento de cruzarnos de brazos, simplemente, por nuestras hijas, no lo debemos hacer.
Cada que en una plática alguien saca a relucir el argumento de que la mujer estaba mejor antes, guardada en su casa, bordando, atendiendo al marido y a los hijos, según mi humor y las ganas que tenga o no de alegar con quien sustenta esto (aunque no lo crean, a veces, por más que le echo ganas, nomás no tengo ganas de alegar), me dispongo a sacar todos mis argumentos en defensa del nuevo rol de la mujer, enlisto los nuevos privilegios que gozamos, repito algunos ejemplos de las cosas que considero no les gustaría vivir y que las mujeres antes tenían que soportar, si es necesario les hablo de aquello de “pedir permiso al marido” y demás pesadillas que por supuesto, por más “chapadita a la antigua” que estén, estoy segura no les gustaría vivir. A veces con esto logro que reivindiquen su posición, otras tantas, estoy segura me tiran a loca y me dicen que sí para que no siga yo con mi recuento, pero en el fondo de su ser, siguen sosteniendo su postura.
Dudo mucho que a alguien le gustaría volver a los tiempos en que se pedía autorización para todo, en los que se pasaba de ser “la hija de” para convertirse en “la señora de” sin que el matrimonio en si tenga nada de malo. Simplemente, considero que es muy satisfactorio saber que se puede tener logros personales, más allá de sólo adherirse a los de alguien más para luego pasarse la vida quejándose por haber abandonado los sueños propios.
Quienes como yo, están casadas, con hijos y trabajan fuera de casa (me molesta que se presuponga que las mujeres que no trabajan fuera de casa, simplemente, no trabajan) muy seguido nos entra la angustia por saber si vamos bien, si vale la pena el esfuerzo, si vamos por buen camino al haber tomado la decisión de tener esta “doble vida”. Tengo muchos motivos de los que echo mano cuando estas dudas y angustias me asaltan, así que cuando es necesario me hago mis lavados de cerebro personales y hoy he decidido compartirlos:
La única manera de hacer felices a quienes nos rodean es siendo felices nosotras mismas, es la única forma de sembrar la felicidad, la alegría y las ganas de vivir. Estas cosas, como muchas otras, se transmiten mejor a través del ejemplo y no hay mejor ejemplo para un hijo que ver a una madre realizada. Ojo aquí, realizarse plenamente no implica forzosamente algo relacionado con el ámbito laboral. Hay muchas maneras de realizarse, de trascender. Dejar huella. Se puede lograr a través de diversas formas, todas muy personales, una de ellas puede ser la realización profesional, pero valen también los estudios, los retos propios, la ayuda a los demás, la participación ciudadana activa, etcétera. Es cuestión de buscar en el cajón de las cualidades, de los gustos, de las afinidades y ahí encontrar para qué se es bueno en esta vida. El darse a los demás de alguna manera, es muy noble y enriquecedor y nos brinda satisfacciones inmensas que después, se ven reflejadas en nuestro espíritu.
Escoger las batallas. No siempre se puede ganar todo. Es padrísimo salirse con la suya en todos los ámbitos, pero desafortunadamente esto no siempre se puede.La sociedad actual nos exige ser madres, esposas y profesionistas excelentes pero hay muchas cosas que no está en nuestras manos resolver, pero no por ello debemos darnos por vencidas, es cuestión simplemente de priorizar. Darle duro a lo que valga la pena, partírsela hasta saber que dimos el máximo esfuerzo cuando de nosotros dependa la resolución de algo importante, sí, IMPORTANTE, es decir, no podemos ir por la vida peleando batallas que de antemano están perdidas, ni declarándole la guerra a cualquier situación que no podamos controlar porque no esté en nuestras manos resolver. Desde las cosas más complicadas hasta las cosas más simples de todos los días que a la larga nos llegan a desgastar tanto como las primeras.
Aprender a delegar. Insisto, las exigencias sociales nos han convertido en unas controlfreaks paranoicas. Creemos que nadie puede hacer las cosas tan bien como nosotros. Esto va desde los asuntos de trabajo más simples hasta cuestiones de la crianza de los hijos que nos impiden compartir, y por qué no decirlo, ser ayudadas por nuestra pareja o familiares cercanos que de buena gana podrían hacerlo. Compartir las obligaciones nos ayuda a relajarnos, para esto, es de vital importancia que entendamos que los demás están ahí para apoyarnos y que lo hacen de buena voluntad. Que nuestra pareja ama de la misma manera a nuestros hijos y sería incapaz de permitir que les pasara algo malo, así que a apechugar y darle chance a los otros de ser parte importante de nuestra vida. El mundo gira aceleradamente y no podemos permitir ahogarnos en un vaso de agua y armar panchos enormes por cosas intrascendentes, así que este paso va íntimamente ligado al anterior.
Vuelve a disfrutar las cosas sencillas. Tómate (o si es necesario, róbate) un rato para ti misma, para estar contigo, para gozar las cosas más simples que tanto disfrutas. Si es necesario pedir este tiempo fuera, pídelo. Si crees que tienes que exigirlo, exígelo. Pero ten en cuenta que en ocasiones esa petición o exigencia a quien debes hacérsela es a la autoridad máxima y más exigente: tú misma.
La única manera de no recriminarnos (ni recriminarle a los demás) por los resultados de nuestra vida es tener siempre presente que nuestros actos están en nuestras manos. La única forma de no sentir que actuamos siguiendo solamente patrones establecidos es estando plenamente convencidas de que disfrutamos lo que hacemos, sea lo que sea. Esto por supuesto no implica que algún día no explotemos, que nos sintamos sin rumbo y un poco incomprendidas, pero hay que tener siempre presentes nuestras anclas y nuestras metas, saber hacia dónde vamos y tenerlo claro para poder transmitir esta claridad y paz de espíritu a quienes nos rodean.
Tenemos derecho a estallar de repente. Lo que no se vale es pasarnos el tiempo quejándonos del estilo de vida que llevamos cuando muchas de las cosas que hacemos y de las decisiones que tomamos no dependen de nadie más sino de nosotros mismos. Para eso se ha luchado tanto, para que así sea, para que nuestra vida esté en nuestras manos. Se vale llorar, se vale decir no puedo, se vale pedir ayuda, se vale no tener respuestas para todo y no tener todo bajo control. Lo que no se vale es darse por vencido ni echar culpas a los demás sobre lo que nosotros debemos resolver. No perdamos de vista nuestros sueños ni nuestra capacidad de asombro y de compartir, para recibir más.
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