Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. Jorge Luis Borges
La minibanda y su familia llegó al DF alrededor de la una de la tarde, emocionados, preguntando cosas sobre lo que observaban, de repente peleando, jugando, eso sí, a estas alturas eran ya unos expertos en viajes en carretera y sabían comportarse moderadamente bien sin llegar a enloquecer a sus papás ni a los abuelos con sus cosas.
Al parecer, era una gran idea acudir a los festejos del Bicentenario de la Independencia a la mismísima ciudad de México, con todo y lo que algunos medios y muchos conocidos decían. Iban con la certeza de que lo disfrutarían mucho y que valía la pena estar ahí, en el centro de todo. No se sentía el miedo, simplemente por la seguridad que los adultos pueden transmitir a los niños cuando se sienten así, sin temores.
La gran capital se notaba extraña por tanta calma, pero a pesar de las calles cerradas por el festejo, la circulación era fluida y el abuelo, como siempre recordaba y aconsejaba las mejores vías para llegar al hotel. Papá, también como siempre, callado, manejaba como si fuera su ruta diaria, veía sus anotaciones, comentaba algo con el abuelo y continuaba.
Al llegar al hotelito en la Roma Sur todos coincidieron en que estaba en la mejor ubicación, así que descansaron un poco, se cambiaron y salieron caminando hacia Reforma, para llegar temprano y tener el mejor lugar para el desfile. Tal como se recomendaba.
La ciudad seguía en calma, a pesar de lo que muchos les pudieron comentar. Había un enorme dispositivo de seguridad para entrar a la Zona Rosa, parecido al de un aeropuerto. Comieron en un restaurancito italiano típico del lugar, devoraron la pizza y la lasagna y salieron hacia Reforma a esperar el desfile, mientras, se pintaron la cara, pelearon, jugaron y hasta bailaron con la música ambiental. Estaban justo junto a la valla que quedaba frente al escenario donde después del desfile se presentaría Lila Downs, alguien que mamá y los abuelos decían era una gran cantante y no se podían perder.
Cuando comenzó el desfile ya se había acumulado mucha gente detrás, pero seguían con la mejor ubicación. El Gordo y Pelón se sentaron cómodamente sacando los pies y la cabeza entre los barrotes de la valla, la Princess, más alta, quedó sentada detrás de ellos junto con su primo chilango. No se perdieron detalle. Disfrutaron lo mismo de las cabezas de los personajes extraordinarios, del coloso desarmado, de los animales en peligro de extinción y hasta de los toritos. La Princess se emocionó mucho con los bailables y trajes regionales. Gritaban, aplaudían, preguntaban quiénes eran los personajes o de qué trataba algún carro que no comprendían bien. Pelón pitaba con un silbato que le habían regalado. Mientras duró el desfile, nunca se quejaron. Todos coincidieron que lo que más les gustó fue el homenaje al Día de Muertos, las catrinas y calacas patinando.
Al terminar el desfile, se sentían cansados, así que toda la familia, incluyendo a la tía y el primo chilangos que se habían unido, se sentaron en la banqueta, así como si nada, a descansar y esperar el famoso concierto de la tal Lila. El Gordo y Pelón cayeron rendidos, se durmieron en plena banqueta de Paseo de la Reforma recostados en las piernas de papá y mamá. Mientras los demás observaban el espectáculo de la gente disfrazada que pasaba por ahí y de todo lo que se vendía. De pronto mamá saltó, por fin estaba Lila en el escenario, los abuelos se pusieron a bailar también. Ni modo, se terminaba la siesta. Ahí estaba la famosa Downs, la minibanda no entendía nada, pero algún día, sabía mamá, apreciarían la música de esa mujer y toda su carrera, estaba tan segura, pues así justo le pasó con la Vargas y con tantos otros cantantes que los abuelos admiraban y que ahora de adulta, ella también apreciaba.
Todavía no terminaba el concierto cuando el hambre los venció, así que entraron al primer Vip’s que encontraron cerca. Mamá, en su locura, mientras asignaban mesa, decidió quedarse un rato viendo el final del concierto de su Lila en las pantallas frente a la Palma de Reforma y después de cenar, salió junto con papá a ver la ceremonia del Grito que ahí se transmitía desde Palacio Nacional. Se emocionó, como cada año le pasaba desde que tenía memoria. Cantaron el Himno Nacional y ella no pudo evitar que le corrieran las lágrimas, simplemente, no podía creer el estar presenciando eso. Vivir el Bicentenario, vivir la historia.
Al día siguiente, temprano, volvieron a salir rumbo a Reforma, al Desfile Militar. El Gordo comentó que sí quería ir al desfile pero preguntó si otra vez tenían que quedarse en la calle hasta la noche, que eso como que no se le antojaba tanto.
Esta vez no tuvieron tanta suerte, parecía que todos los chilangos habían decidido ir a ver el Desfile Militar, estaban entre aplastados y asoleados justo frente a la Torre Mayor, conforme se acercaba el desfile, se acumulaba más gente alrededor. Los únicos con buena ubicación eran Pelón, sentado junto a la valla nuevamente, y el abuelo, detrás de él pero más alto que cualquiera alrededor suyo. El resto terminó sentado en una valla afuera de la entrada a Chapultepec y mamá en un diablito que la señora que vendía tlacoyos amablemente le había prestado a cambio de que le ayudara a jalar clientela, nunca se lo hubiera pedido, se lo tomó muy en serio y gritaba: ¡A 20 los tlacoyos páseleeeee! Veían a quienes desfilaban de la cintura para arriba. Lo que más disfrutaban, en realidad, era toda la escena, parecían más bien parte de la familia Burrón. La tía chilanga después de reírse de la situación decidió que lo mejor era terminar de ver el desfile cerca del Campo Marte, así que para allá se fueron. Otro panorama por supuesto, sin vallas, con menos gente pudieron disfrutar el resto del contingente, saludar a los participantes, felicitarlos y hasta tomarse con ellos algunas fotos. Se emocionaron mucho, la Princess incluso comentó que le gustaría ser enfermera militar. Gran cosa.
Ya por la tarde, para rematar el ambiente festivo y bicentenario decidieron irse al mismísimo Zócalo, seguía lleno de gente, de vendedores, de trabajadores que desmontaban estructuras y de basura, mucha basura. Pero no les importó, caminaron por ahí, entraron a Catedral, intentaron entrar a Palacio Nacional pero no pudieron y disfrutaron del espectáculo que daban los globos con forma de cohete rebotando por toda la plaza y de las nubes de algodón de azúcar rosa que flotaban y que la minibanda trataba de atrapar. Una vez más, en el centro de la acción, se sentían sin miedo, con la seguridad que daba ver a tanta gente junta compartiendo simplemente las ganas de disfrutar el día de fiesta y nada más. Entraron al Holliday Inn, subieron al bar de su terraza y desde ahí pudieron apreciar mejor la majestuosidad de la plaza principal del país, de su grandeza y de toda esa gente, que se notaba, tenía tantas ganas, como ustedes, de que las cosas estuvieran bien para todos, de poder estar en paz, de poder estar alegres disfrutando de los festejos de su patria, simplemente de eso. Por el momento, al parecer nadie alrededor tenía la intención de lamentar todo lo que los mexicanos sufrían, ni de pensar en lo mal manejado que estaba el país, ni en cosas por el estilo. Habían decidido que era un día de fiesta, así que eso hacían festejar, sin ser por ello ni más ni menos mexicanos que quienes habían decidido lo contrario.
Y la minibanda y su familia seguían ahí, disfrutando de su país y de su fiesta, sin miedo, con la seguridad de estar viviendo la historia.
5 comentarios:
Me hubieras avisado para conocer a toda la familia. Vimos el desfile desde el Marriot y caminamos hasta el Zócalo. Nat regresó con un globo en forma de cohete tricolor. Que bueno que lo disfrutaron.
Como siempre me atrapas con tus crónicas querida Sandra.
Y pensar que estabas hospedada cerca de mi casa.
Pero ya será para la otra.
Beso y abrazo enorme.
Jajajajaja! bienvenida al Blogger!!!
Gracias por darse la vuelta por este humilde blog, gracias por seguirlo, gracias por atreverse a perder el tiempo conmigo y gracias por compartir ¡los quiero!
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